Eddie A. Ramírez S. / eddiearamirez@hotmail.com
El emigrante, no cualquier emigrante sino, por lo general, ese que venía con sus pobres cosas, con su vida de pobre, con su corazón de pobre, con su esperanza de pobre, como canta el poeta Vicente Gerbasi en Mi padre el emigrante, está siendo acorralado por el autoritario presidente Trump y su equipo y discriminado por algunos venezolanos. El artículo 13 de la Declaración de Derechos humanos establece que toda persona tiene derecho a salir de cualquier país. Entrar a otro es diferente cantar, ya que los gobiernos establecen requisitos que hay que cumplir. Algunos se justifican, otros no. Lo injustificable es que discriminemos o al menos no nos solidaricemos con los nuestros.
Los emigrantes, independientemente de su estatus legal, tienen derecho a la vida, a la integridad física, al debido proceso, no pueden ser sometidos a tratos crueles o degradantes, ni discriminados, o separados injustificadamente de sus familias. Deben recibir atención médica de emergencia. En varios países también tienen derecho, con algunas restricciones, a los servicios de salud pública y a la educación primaria y secundaria. No pueden ser deportados a un país donde su vida o libertad corran peligro.
Con las excepciones que siempre existen, los venezolanos no discriminamos por color, religión, nivel social o procedencia. Por eso extraña que algunos compatriotas en Estados Unidos no se solidaricen con quienes han ingresado sin visa, han permanecido después que vence o que cuentan o no con permiso temporal de residencia (TPS) o de Parole humanitario. Asumimos que la falta de empatía de quienes cumplieron con los requisitos legales es porque no se percatan de los obstáculos que tienen otros o quizá por indiferencia, aunque no descartamos unos pocos casos de fanatismo trumpista.
Quienes emigran sin papeles son los más vulnerables, los que no tienen respaldo para justificar una visa o no hay consulado. Quienes la logran y permanecen después que caduca en el país que la otorgó es porque las condiciones de vida en Venezuela no les permiten sobrevivir y para poder enviar dinero a sus familiares que sufren penurias.
Solicitar asilo es un procedimiento costoso y no es fácil demostrar ante un juez la persecución política. Por ello, la mayoría se ha acogido al TPS o al Parole humanitario. No están indocumentados, ni ilegales. Quien los ilegalizó fue el gobierno estadounidense al suspender esos documentos intempestivamente. Deportarlos es inhumano, perjudica la economía del país que los acogió y ocasiona daño a las familias que en Venezuela subsisten por el envío de remesas.
El presidente Trump seguramente se percata que los emigrantes se requieren para el crecimiento económico de su país y que, en el caso de Venezuela, el elevado número se debe a la persecución política y pésimo manejo de la economía por parte de Maduro. Sin embargo, el proceder de Trump quizá se deba a que quiere revertir lo que considera una invasión, aplicando la remigration, término usado por los xenófobos en Europa.
No puede obviarse las protestas, algunas con violencia injustificada. Otros presidentes han deportado a millones sin causar ruido. El cómo se realizan y a las descalificaciones quizá hacen la diferencia. Como en casi todas, a las mismas se suman grupos no relacionados con el problema. A la policía corresponde controlarlas, si es desbordada debe intervenir la guardia nacional y solo en casos extremos se debe apelar al ejército, ya que sus efectivos no están entrenados para esa actividad.
Rechacemos los abusos gubernamentales y seamos empáticos con nuestros compatriotas. Recordemos las palabras de Julián Marías: quien emigra no se marcha, a lo sumo se ausenta llevándolo adentro. Somos un solo pueblo.
eddiearamirez@hotmail.com / 17-06-25