Cuando el Sol de Pekín casi se convierte en cenizas víctima de la Ley del odio

Gustavo Oliveros / gustavooliveros4@gmail.com

El Sol de Pekín es el único restaurante abierto en toda Caracas. No ha cerrado desde el decreto de emergencia presidencial promulgado por Nicolás  Maduro con la finalidad de combatir la COVID-19. Nadie sabe por qué y nadie pregunta. Dispone de un amplio espacio que alberga una veintena de mesas decoradas con manteles rojos y dragoncitos dorados con la lengua afuera, que parecieran burlarse de todo aquel que ignora la filosofía oriental, esa cuyo apostolado más axiomático es la paciencia infinita.

El escenario es de funeraria de gente pobre cuando el muerto no tiene dolientes. Una barra de unos tres metros le antecede y un pequeño vestíbulo destella sombras de tigres contorneados y dragones de mayor tamaño, quizás sean los padres de los dragoncillos del salón principal. Los zancudos aprovechan la media luz para hacer de las suyas; sin embargo, eso no le quita un cierto aire de “Chinatown” que se respira dentro de sus instalaciones. Solo faltaría la presencia de un Michael Douglas con chapa de policía al cinto para sentirse parte de los actores de un filme hollywoodense de los años ochenta. Un afiche de Mao, mirando a lontananza, y unos símbolos chinos, que según Mobil Oil Martínez refieren a unos susodichos “tigres de papel”, le dan la bienvenida a la fantasmal clientela que, al traspasar sus puertas, huye despavorida usando las más melindrosas excusas.

Una barra de unos tres metros le antecede y un pequeño vestíbulo destella sombras de tigres contorneados y dragones de mayor tamaño

 “De vergación ―suelta una maracuchada, Mobil Oil Martínez― llegan dos o tres clientes al día y yo se lo agradezco a la Chinita”. Ya habíamos entrado en confianza luego de la tercera cerveza pedida y puestas sobre la barra: “A dollar cada una”. Entonces vino la pregunta obligada por las circunstancias: ¿Qué hace un maracucho dirigiendo un restaurante chino en Las Acacias?”, y la respuesta no se hizo esperar: “Me lo alquilaron los antiguos dueños antes de que los vecinos les quemaran el local”. La frase, en su jerga, cae simpática a los oídos citadinos.

Asegura Mobil Oil Martínez que “no fue por culpa de la vergataria pandemia” que los chinitos huyeron “esmollejaos” para dejarlo como encargado del negocio, sino del chino “Mao T Sun”, al cual señala con un movimiento de la boca, dirigido al afiche instalado frente a la barra. Al parecer, todo se inició con un intercambio de insultos entre los dueños y un cliente no habitual. El “T Sun” no le cayó bien desde que ingresó acompañado por otros tres vecinos de la cuadra. “Un asesino como el de aquí”… fue el primer comentario hiriente que disparó la alarma en el inconsciente nada colectivo del chinito, presto a servirles las bebidas. Luego vino otra andanada de insultos contra el prócer que, mollejúo en su afiche, no se daba por aludido.

Con cada trago surgía un chiste cruel. El peor de todos fue el que comparaba a Mao con el rostro del presidente Chávez en su momento más crítico, muy hinchado por la quimioterapia. De modo que, entre los tragos y las burlas frente al líder de la revolución china y los chistes pasados del cliente sobre el líder de la revolución bolivariana, al chino se le fue agotando la paciencia ancestral. Con el paso de los minutos, la cosa se puso color de hormiga cuando el cliente, harto de sentirse empequeñecido bajo los ojos de Mao, mirando tiernamente al infinito, exigió la cuenta y, al intentar cancelar con la tarjeta de débito, el dependiente le comunicó que solo se aceptaba efectivo y en forma de divisas, puesto que los bolívares ya no eran admitidos por los proveedores.

A partir de ahí se desató el infierno. No había transcurrido una semana cuando unos uniformados se aparecieron por la cuadra preguntando por el cliente atrevido, y este, por supuesto, al ser advertido por sus vecinos, picó los cabos y desapareció de la zona por un par de meses. Todo parecía haberse tranquilizado durante ese tiempo, sin embargo, en el vecindario se corría la voz de que los chinitos eran unos “chavistas enchufados”, y el rumor se regó como pólvora. Se fueron quedando sin clientela al principio, pero constantemente se observaba cierta presencia policial que disgustaba a los parroquianos, ya que, a decir verdad, la ciudadanía les tiene más temor a ellos que a los mismos ladrones de ocasión.

El rumor se convirtió en certeza, y el odio avanzó con la ferocidad de un tsunami. Así, en “menos de lo que tarda un Alka Seltzer en diluirse dentro de un vaso de chicha”, el cielo se armó de nubes tormentosas y desató un berrinche de Padre y Señor mío frente a las puertas de local. Todo presagiaba desgracia. Pero ocurrió el milagro de la Chiquinquirá, y la situación se calmó, gracias al buen juicio de las esposas de los alzados, que tomaron cartas en el asunto, de lo contrario, el local habría terminado envuelto en cenizas.

Más tarde se dijo que aquellos ciudadanos formaban parte de un conglomerado de “asiáticos” que poseían cédulas venezolanas. Las mismas recién entregadas por el Saime para que votaran el próximo 6 de diciembre. No eran más de veinte personas las que vivían y trabajaban en el restaurante, aclara Mobil Oil Martínez, quien era el auxiliar de cocina para el momento, pero la gente exageró la cantidad llevándola a trescientas, cifra “más falsa que chino con afro”.

Agrega el maracucho que, a pesar de la poca clientela, el trabajo le permite entretenerse, pues sin DirecTV, encerrado en casa y viviendo solo, habría sido difícil superar su estado depresivo si se hubiese quedado desempleado. Comenta que cuando lo llaman “Chinito” se hace el polaco para salir del menú, pero una vez en confianza manifiesta que es de Ciudad Ojeda, un lugar en donde el calor es vergatario, pues alcanza una temperatura “mollejúa que de verga no llega a los 40 grados”, y, aunque donde está “se aguanta más palo que piñata e’ cemento” y la comida es “más salá que yogur de ocumo”, él no es un “barriga e’ yegua” y se gana “los cobres” que ahora los llaman dollares trabajando con calma china, aunque sus bolsillos estén más secos que pañal de muñeca.

Finalmente, nos aclaró que el cliente que inició el berenjenal aún anda huyendo de la justicia luego de ser acusado de “instigación al odio”, delito que se castiga con una pena de entre ocho y diez años de prisión, y se le viene aplicando a todo aquel que se le ocurre criticar al gobierno a viva voz, escribir una crónica parecida a esta en los medios de comunicación social o soltar “mollejudamente” unas palabras altisonantes por las redes sociales.

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